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Allí estaba, sentada junto a su hija, una mujer de mediana edad, morena, de contextura gruesa, con una mirada amablemente dura y con un brillo de conejillo asustado, escondiéndose detrás de su saludo amable y aceptando mis disculpas por mi media hora de retraso.
Me responde algunas preguntas básicas y me entero que es oriunda de Frutillar, que hoy vive en Colina, que se vino a Santiago a trabajar como asesora del hogar y que está desempleada porque cuida a su madre que está postrada en cama.
Le pregunto cómo supo de mí y me responde que su hija me vio en las redes sociales y le sugirió que viniera a verme. La miro y no dejo de sorprenderme el efecto de las redes en la población y que, esto de ser mirada como rockstar, no logra convencerme, generándome cierta inquietud y más consciencia aún de ser delicada y respetuosa. Ante esto, mi parte autoexigente se pone más intensa y en primera línea pensando en la nube de autoconsciencia “esta persona viene a mí, a pedir ayuda, es un alto costo para su presupuesto familiar, y no puedo fallar”. Respiro profundo, me acomodo en el sillón que me contiene todos los días y que, junto a mí, escucha tantas historias de vida y sostiene mis lágrimas mientras acompaño a tod@s l@s niñ@s herid@s que me visitan diariamente, agotados de llevar pesos que no les corresponden.
Llamo al Gran Jefe y, mientras voy escuchando su historia y su motivo de consulta, comienzo a buscar dónde está la desafinación en el relato. ¿Está en su cuerpo? ¿En su mirada? Me habla de que su marido le fue infiel hace tres años atrás, que lo perdonó y que, en diciembre del año pasado, se enteró que la había engañado nuevamente. Está con un psicólogo del Cesfam, un joven que la ha ayudado mucho y que le ha dado contención y herramientas mientras ella le relataba su historia de maltratos y abusos de su infancia.
“Wow”, pienso mientras escucho su relato, “que fantástico es que existan psicólogos jóvenes tan asertivos y disponibles en el servicio público”. Entonces, me pregunto “¿qué necesita de mí? ¿Qué trae por acá?” Decido preguntarle directamente: “¿en qué te puedo ayudar yo?” Y ella, escurridiza, me dice que su hija le dijo que yo era la indicada para ayudarla. “¿Ayudarte en qué?” Volví a preguntar, pero no hubo respuesta y solo siguió relatando su historia de vida con un orden sorprendente y una bella lógica de silabario en los que se notaba el trabajo pulcro y ordenado del psicólogo.
Me inquieté y, cuando estoy así, mi Sherlock Holmes se para, camina por la sala y mira desde arriba, cambiando de perspectiva. Como no tengo una pipa, uso un caramelo de propóleo y miel y espero pacientemente para ver si aparece esa distonía por donde entrar al corazón del consultante. Hasta ahora, esta mujer se veía muy entera. Me senté, la miré a los ojos y comencé a verla. Ahí ví su miedo, muy escondido detrás de sus pupilas. Entonces le dije “veo en tus ojos una nube de miedo, cuéntame que pasó”. Así, al ser vista, comenzó a abrirse “es que el día que me enteré que mi marido había sido infiel nuevamente, tomé un cuchillo… era así de grande… y se lo puse al cuello, lo amenacé y después también me lo puse yo, para cortarme los brazos… estaba enloquecida, gritaba como loca… mi marido salió arrancando…”. “¡¡¡Ah!!!” Le dije, mirándola a los ojos, con un tono de voz liviano y una soltura en mis labios que los hacían levemente ir hacia una risa. “¡¡¡Ahhhh!!! ¡¡¡Salió la Quintrala!!!” Y me reí, marcando y calmando suavemente su agitado corazón. “Esa la tenemos todas. Obvio que tuviste ganas de cortarle ciertas partes, y un poco más…¿cierto?” Al verme en este estado, ella soltó la risa, nos reímos juntas y le dije nuevamente queese es el sueño de todas cuando nos pasan estas cosas con los hombres.
Naturalmente salió la conversadora de ella y comentó más detalles de cómo ese día fatídico de la salida de “La Quintrala” incluso fue el psicólogo a verla a su casa y la calmó.
De verdad es para honrar a este joven colega. Me maravilló su compromiso y su entrega, me recordé cuando recién salida de la universidad me iba a atender a la Población Los Nogales, sin ninguna conciencia del peligro, con mi delantal de psicóloga puesto en el corazón. Atendía por un mínimo de lucas a los poblador@s y niñ@s de aquella comuna y volvía con el alma llena de amor compartido, pero con el cuerpo agotado de tomar tanto dolor y tanta pobreza que hería sus corazones.
Eran tiempos de dictadura en los que también absorbía el miedo de l@s poblador@s y mi militante, llena de ideales, les decía “esto pasará”, llevándoles terrones de esperanza sacados de mis bolsillos llenos de la Fé que se me ha regalado. Aquella joven es la que me acompaña hoy en las jornadas de sanación gratuitas, de Chile sana sin fronteras, ella es la que me recuerda aquella promesa que les hice a l@s poblador@s. “Algún día recibirán atención gratuita de muchos terapeutas.”
Volví a las risas con esta brava mujer, le manifesté mi admiración por su inteligencia y por su coraje de construir una familia, con una sola pareja de tantos años, siendo analfabeta y no recibiendo instrucción formal escolar, pero aprendió a leer y escribir en el camino de la vida. Ella logró sacar adelante a su familia teniendo hijos profesionales.
Después de esta devolución, la volví a mirar y mi Sherlock Holmes me pregunta “¿por qué está aquí?” El enigma sigue en el aire y la terapeuta, que también es un sabueso muy entrenado por años de muchos pacientes, me decía que algo faltaba para armar el puzzle.
Le dije “cuéntame qué pasó ese día.” Entonces, me relató brevemente la escena, dejé un silencio en el que la acompañé para que se fuera calmando, y juntas fuimos mirando la escena desde lejos, mi sabueso y Sherlock juntos mirando.
Ya a esta altura había pasado un buen rato, nuevamente me iba a atrasar con el paciente que venía después. Entonces me rendí y fui a mirar al único terapeuta: “Gran jefe, de verdad no sé. Veo la Quintrala, ¿qué más tengo que ver?”
Puedo decir que cada vez que me sintonizo desde ese lugar de humildad, viene la ayuda y, entonces. pude verla. “¿Tú estás aquí porque tienes miedo a que aparezca la Quintrala de nuevo, sin tu control?”
Su mirada se enfocó y, como los niños y grandes que intentan hablar pero no pueden porque están en shock, ella asintió con la cabeza y lloró. Eran sus primeras lágrimas. Allí vi a su Napoleona caída, con la herida narcisista descubierta, herida que se tapa con la bendita arrogancia que permite la sobrevivencia.
Ella era una mujer que tenía todo bajo control: un matrimonio estable a pesar de las dificultades de la vida, hijos sobresalientes, la última hija sorda y sostenida por ella y su orgullo de ser una sobreviviente. Le dije que, de verdad, había logrado hacer una vida de mucho valor y que era real que era grande, muy grande. Y allí esa mujer Napoleónica se largó a llorar desconsoladamente. Mirándola me di cuenta de lo valioso que era que estuviera allí, lo difícil que había sido venir a verme, pedir ayuda y, además, esperar media hora. Después me confesó que casi se va, porque a ella no la hacen esperar, pero que frenó a su Napoleona porque ya estaban allí. Además, salía en las redes y su hija le había mostrado mis lives y algo vio en mí que la alentó a venir. “Se llama intuición”, le dije.
Ya, teníamos allí su corazón abierto, dulce y humilde. Ahora me tocaba a mí. Fui muy adentro de mí, pero, nada, nada, nada.
A pesar de mi misma y de la curiosidad, también mi Napoleona estaba sentada con una sensación de estar perdiendo la batalla. Entonces, fuí a buscar un terrón de esperanza en mis bolsillos de Fe y vino el milagro con una de esas preguntas que salen sin que uno les dé permiso. “¿En tu familia hay alguien con epilepsia?” Ella abrió los ojos sorprendida y me contesta “sí, mi hija con sordera tuvo epilepsia y ahora está bien. Tomó medicamentos y se sanó”. ¡¡¡Eureka!!! Ahí encontramos la pieza que faltaba.
Le hice algunas preguntas específicas y apareció la información. Ese día de la Quintrala fue llevada por un familiar a la posta para que la vieran, porque la escena fue de “locura” y, cuando estaba en la posta, recién se dio cuenta de dónde estaba. Fue como despertarse de repente, miró a su alrededor, extrañada por estar allí, se acercó a su familiar y le dijo “llévame de aquí”. Después de la aparición de la Quintrala había “apagado tele”, y se “despertó” en la posta. También me comentó que otras veces había vivido experiencias similares de desconexión.
Le comenté que esas eran, a todas luces, crisis epilépticas. Se llaman ausencias y la Quintrala es, muchas veces, parte de estas crisis que se llama “Ira epiléptica”. Estas crisis se remiten con medicamentos que hoy son de fácil acceso y, con las dosis adecuadas, generan contención y estabilidad, como lo hacían con su hija. Estas crisis generalmente se disparan cuando hay eventos de alto estrés, que no es menor hoy por la pandemia, las cuarentenas y todo lo que ocurrió con su marido.
Toda la sala y ella suspiraron abierta y sonoramente. Comenzó a reír y yo junto a ella, también aliviada de la pieza encontrada. Nos miramos a los ojos y pude ver alivio y a su Napoleona diciéndome “gracias, valió la pena el precio de la consulta, la espera y abrir mi corazón y mostrar mi miedo”.
Fuí a buscar a su hija, le contamos el hallazgo y levantamos la constelación para ver qué había más allá. En ella estaban su marido, su padre, su madre y ella, todos, uno al lado del otro, en fila, como equipo de fútbol.
Y lo primero que comentamos era que sus padres la separaron de su marido, no la dejaban verlo. En las constelaciones eso significa que ella no está disponible para su marido porque su niña estaba cuidando a sus padres. Le comenté “es probable que tus padres tuvieran su propia guerra de napoleones, que venía de la difícil pobreza que ellos vivieron”. Me comentó que su padre abandonó a su madre, que quedó furiosa con él. “Ese es el enojo que tú llevas y descargas en tu marido”, fue lo que le contesté y, desde sus ojos, vi como asentía.
Fuimos a mirar a su marido y allí sus ojos se abrieron grandes, muy grandes. Me puse en el lugar del marido y pude sentir el miedo de ser homosexual. Coloqué al padre del marido y allí estaba el terror de la homosexualidad reprimida que este hombre había encerrado siendo un “mujeriego”, patrón que impactó al hijo y lo llevó a ser fiel en su matrimonio hasta que su mujer, al no estar disponible sexual y afectivamente, llevó a que emergiera el mismo patrón de su padre. Él sintió el miedo de ser homosexual y siguió el patrón compensatorio entregado por el padre, permitiéndose buscar otra mujer para comprobarse a si mismo que le gustaban y le atraían.
Comenté que, lo más probable, es que su marido fuera homofóbico. La hija, que estaba presente en la sala, sonríe y confirma, junto a su madre, esta hipótesis. Tomé el camino de liberar al marido, mirando a su padre y dejándole a él sus temas de represión y miedos. Y, a ella, le tocó entregarle a su madre todo el miedo del rechazo y del abandono que ella vivió, dejándole “La Quintrala” diciéndole “mamá te entrego tu Quintrala, yo sólo puedo llevar la mía”.
Después de estos mágicos movimientos, el rostro de esta dura mujer y asustada niña se dulcifican y emergió en ella una belleza de calma hasta ahora no visible a mis ojos.
Le indiqué una interconsulta con una neuróloga, que además hace terapia neural, para chequear la epilepsia/ausencias, y quedamos en que me daría noticias de sus próximos pasos.
Al despedirnos me preguntó si podía abrazarme y sentí en ese abrazo un ser humano que se iba liviano, alegre y con muchos terrones de esperanza en su cuerpo y, sobre todo, en su corazón.
Miré a su Napoleona, la mía le guiñó el ojo, y ambas sabían que eran sobrevivientes, pero, hoy, estaban arriba del caballo de la humildad, porque la guerra ya se había terminado.
Aprender a escuchar, esperar y tener muchos turrones de esperanza en los bolsillos de la Fe, es un requisito esencial de un terapeuta en el acompañamiento de un ser humano.
Vilma Bustos Coli
Psicóloga Clínica PUC
Consteladora familiar
Experta en Resolución de traumas individual y social
Practitioner somatic experiencing
Terapeuta de puentes al alma.
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